Fotos: Natalia Forero

Dice Robert Quisneau que todas las narrativas occidentales se pueden resumir a variaciones de dos casos: la Ilíada y la Odisea. En el primer caso se hace referencia a continuos intentos por penetrar algo privado, algo sagrado e íntimo. En el segundo caso se trata de un viaje de retorno en el que lo importante no está en la llegada a un destino específico sino en lo que ocurre durante el regreso a ese lugar tranquilo llamado hogar. Un regreso a casa con lleva la idea de descanso en medio de la  la intimidad apartada de la multitud, lejos de los prejuicios sociales del exterior en un espacio en el que se ha construido la identidad y donde todo es familiar y cotidiano.

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Pero ¿qué ocurre cuando este espacio no es un lugar hecho a imagen y semejanza y de quien lo habita sino por el contrario es el lugar en el que la identidad se ha disuelto en las imposiciones de las tradiciones? ¿qué sentido tiene buscar refugio a las vicisitudes de la normatividad social cuando el seno del hogar se encuentra viciado por las exigencias exteriores?

En este contexto el hogar ya no es un vértice que irradia un fuego interno sino se convierte en un rincón en el que lo privado es un reflejo del deber ser. El viaje es largo pero entonces ¿para qué llegar a casa si es precisamente el único lugar que no es lo que se supone que debería ser?

El trabajo de Nicolás Ordóñez es una protesta que manifiesta a la identidad como la construcción de espacios que son consecuencia de tradiciones colectivas que han suplantado la personalidad.

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