Texto por: Natalie Sánchez    

La civilización ha desaparecido hace quince mil años de la tierra y todos sus vestigios se los ha comido el tiempo. En la superficie terrestre no se ve nada que no hayan visto los dinosaurios alguna vez.

Son las siete y media en lo que alguna vez fue Bogotá, Colombia. La luna brilla tenue en una noche cálida de 40 grados Celsius. Cerca de un castaño Marvin el marciano, mira con asombro lo que recién ha desenterrado su androide de exploración arqueológica: una escultura de aproximadamente 180 centímetros de alto, con los brazos sobre el pecho y de estampa ceremoniosa coronada por una cabeza de Mickey Mouse que impresiona al explorador. Es un gran botín para el museo de culturas del espacio. Se acomodará en la exhibición junto a otros objetos recolectados en la tierra: una tabla Ouija, una prótesis para la pierna de un corredor, una publicación sobre punto de cruz y una parrilla para arepas.

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De vuelta en su planeta, esta pieza será clave para su investigación sobre las costumbres de los que alguna vez se autodenominaron “humanidad”.

Rebobinemos…

Son las diez de la mañana de lo que todavía es Bogotá y estoy en lo que es la entrada de la casa del artista Nadin Ospina. Y como algún día lejano lo hará Marvin, ante la presencia totémica de Mickey, sucumbo a la impresión y la curiosidad.

Nadin me ha recibido en su hogar para una entrevista. Durante dos horas puedo detallarlo en su hábitat natural. En su territorio es donde puede ser un hombre completamente él mismo. Aunque su ropa es de colores planos y diseño sencillo, tiene un aire sofisticado. Entusiasta de la jardinería, en el vestíbulo antes de la puerta, ha compuesto un paisaje idílico en el que mezcla obras y plantas. Desde ya sé que este va a ser un tour a la cueva de Alí Babá.

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Lo primero que veo después de entrar es un armario con puerta de vidrio y en su interior, varios niveles de repisas iluminadas. Del techo al piso la llena una colección de juguetes y ornamentos alineados como por un niño muy escrupuloso. Está en un corredor aledaño, lo veo y no aguanto la curiosidad y a punta de preguntas procuro que me lleve allí. Es una línea del tiempo. Ordenados, limpios y alumbrados como en un altar; los juguetes que hicieran que Nadín se enamorara de ellos por primera vez. A diferencia de muchos amores, este sobrevivió a la “adultez” e influenció su obra por completo. No todos son de Disney, pero hay un par de ellas muy importantes para la colección.

Abre la puerta –cosa que no creí posible dado el carácter casi místico de este sagrario- y me muestra un Pato Donald de fabricación criolla, el primero en su especie; me cuenta que fue un colombiano al que se le ocurrió llevar los personajes de la televisión a las manos de los niños. Este gesto de apropiación cultural logró la fusión de las fascinaciones del Nadin niño que jugaba por el puro placer de crear con el trabajo del Nadin grande que crea por el puro placer de jugar.

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Avanzamos hacia la cocina, la casa es una réplica ampliada de su gabinete de tesoros. Piezas suyas se toman las paredes. Reconozco en el lobby la serie “Ojo de tigre” y en el comedor varias cerámicas de estilo precolombino con cabezas injertadas de Bart y Homero Simpson. Pienso al verlas que no sabría el nombre de 5 tribus indígenas de Colombia, pero que puedo recitar de memoria varios diálogos de los Simpsons. Soy ese arquetipo que Nadín condensa mezclando esos ídolo místicos con los símbolos de la cultura pop. Soy un feligrés más que adora la tele.

Avanzamos por su santuario, mientras paso, hago un inventario rápido de los ornamentos: 7 cabezas azules de venados, 9 cerámicas de Homero vestido como un nativo americano, 13 plantas en pequeñas macetas de colores y un bolso dorado. Cada cosa en su lugar, pulcra y dispuesta con aires de museo.

Toda esta falta de salpicaduras de pintura en el piso, o pinceles andando a su aire por entre los enseres de la cocina, o piezas sin terminar atravesadas por los pasillos y tomándose sin más la sala, me hace pensar que si bien no estamos en el taller “taller” de Nadín, en donde los indios y los marajás son pintados y esmaltados como en su serie Oniria, acá el artista realiza otra clase de cocimientos vitales para el encanto final de sus piezas: en su casa Nadín trabaja 24/7 en las ideas.

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Se levanta, oye los pájaros del jardín que prefieren el suyo porque les ha puesto un lugar para que se bañen, se baña él, y pasa el día en sus tareas de mortal, pero con la imaginación atenta, porque lo que lo diferencia de muchos mortales es su sensibilidad por los símbolos que representan los tiempos, por más cotidianos que estos parezcan y hace de ellos su principal insumo de creación.

Me cuenta de su más reciente interés: la obsesión generalizada por la vida extraterrestre, su perceptibilidad (y gusto) por lo popular le indican que el público ha volcado sus ojos hacia el espacio, y eso lo ha inspirado para su última obra que además es pública: su mural Otros mundos que queda en la calle 13 con Caracas, hecho en una culata de un edificio, en donde retrató personajes que más comúnmente están en la mente de los capitalinos que en sus museos: los marcianos de la película de Pixar Toy Story que comparten escena con una figura precolombina.

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Post-modernidad y ancestralidad de la mano. Tal vez a Marvin el Marciano le hubiese sido útil ver el mural de Nadín para comprender mejor el poderoso mensaje de la escultura que tiene enfrente. Pero como sólo encontró aquel gigante misterioso y mudo, probablemente se le ocurrirán toda clase de historias y supercherías sobre dioses de cabeza de ratón, que gobernaban la mente y los deseos de los humanos y que dictaban las leyes de la tierra. Y lo más probable es que tenga toda la razón.

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