Texto: Natalie Sánchez
Confesión uno: para Spencer Tunick tenía pase de prensa, si quería podía reportar desde el palco de periodistas; tomar fotos, tinto y enrollarme una bufanda. Con una temperatura de 4 ºC en promedio en la noche bogotana, no era una mala opción.
Confesión dos: desde que salió la convocatoria me inscribí como persona natural, esperé agazapada a que no pasara nada, pero la invitación para hacer parte del desnudo colectivo en la Plaza de Bolívar llegó. Con el poder de la imaginación, un par de testimonios, y citando a los griegos, a Freud y la biblia sobre la desnudez, tal vez me habría bastado para hacer un artículo. En la encrucijada entre ir y hacer de voyeur e ir a ser un pollo congelado, tuve que acudir a una de mis amigas docta en asuntos feministas, del arte y el periodismo, quien me sacó de toda inquietud al enviarme un fragmento de la periodista/heroína personal Leila Guerriero:
Era abril del 2012, y yo estaba en la ciudad de México, hospedada en un barrio vagamente peligroso, en un hotel situado sobre una avenida por la que, me habían advertido, no debía caminar, bajo ninguna circunstancia, sola. Pero ahí estaba yo, que había caminado por la avenida –bajo toda circunstancia sola–, sentada sobre el muro de una gasolinera, esperando a una persona a la que iba a entrevistar. Era uno de esos atardeceres gélidos y tropicales de la ciudad de México, con las bocinas raspando el cemento y la luz del sol, enrojecida por la contaminación, reptando por las paredes de los edificios, cuando pensé: “Aquí estoy, una vez más, lejos de casa, esperando a alguien que no conozco en una esquina que no volveré a ver jamás. Y esta es exactamente la vida que quiero tener.”
Decidí ser un pollo erizado y blanco, un pollo en medio de la acción. Aunque Leila en mi lugar tal vez hubiese ido sola, yo (aún) no soy tan punk y caí en la tentación de buscar compañía. Después de muchos “Ay, yo no voy, qué frio” aparecieron un par de chaperones con los que pasé todo el sábado en una especie de fraternización pre te-voy-a-ver-en-bola. Después de una siesta de dos horas (que resultó insuficiente) salimos con chaquetas y pereza hacia el evento.
Al llegar, nos bajamos del taxi y caminamos por entre el inusual trancón de las 2 a eme. Pasamos de largo, de la fila que estaba en la esquina de la Casa del Florero para ver qué tal lucían los asistentes (estábamos a tiempo de salir corriendo a escondernos debajo de las naguas de nuestras mamás) y nos unimos, por la entrada que habilitaron en la esquina de la Alcaldía, a la romería enruanada que se extendía por dos cuadras. Apenas podíamos ver la cara de los vendedores de aromática y tinto un poco sorprendidos porque a pesar del frio no tenían mucha clientela. Como yo, estaban muchos en el mismo régimen de no-líquidos para evitar ir a los baños portátiles (esas maluquísimas casetas de eventos multitudinarios) y hacer una escenita tipo Britney Spears.
Para quién no comprende la referencia, estoy hablando del momento en que la muchacha perdió la cordura y se metió al baño de una gasolinera sin zapatos o medias.
En la oscuridad nos contamos cuentos de fantasmas sobre los edificios antiguos que nos rodeaban para distraer las verdaderas historias de terror que nos cruzaban por la mente sobre las posibilidades narrativas de una multitud bogotana desnuda a la madrugada. El susto más grande de todos era la Plaza en sí misma. Me explico: si bien, mediante el raciocinio y un poco de madurez, se puede llegar a aceptar con sosiego el hecho de estar desnudo en frente de un montón de desconocidos, no había solución al hecho de ponerse en contacto directo piel/pie/nalga con el popó de generaciones y generaciones de palomas. Se me pasaron por la cabeza las fotos de Spencer, y recordé que le va mucho eso de acostar personas en el suelo.
Entonces, ¿cuando Spencer revisó el setting de la foto, pudo oler la colonia eau de pipí que tiene la estatua de Simón Bolívar y el olor a berrinche generalizado de la Plaza en sus mejores días?
Respuesta: tal vez sí.
¿Lo iba a persuadir eso de no acostarnos en ese hermoso muladar/atracción turística?
Respuesta: lo más probable era que no.
Era junio de 2016, y yo estaba en Bogotá, esperando afuera de la Plaza de Bolívar a las 3 de la mañana, en una cuadra que normalmente no visitaría ni a las 4 de la tarde con una falda medio apretada, con un par de conocidos, con la idea que íbamos a entrar por lo menos unas tres mil personas a desnudarnos, a tocar el piso infecto de heces de variada índole. Lo más normal era imaginar que todo ese caldo nos iba a entrar por la epidermis, y ahí iba a comenzar el verdadero The Walking Dead; el fin del mundo se iniciaría con una caterva de colombianos transformados en zombies/palomas. Normal también era pensar que con tantos latinos y latinas sueltos desnudos, todo podía dar un giro inesperado y terminar como la escena final del Perfume (corte a: un riot donde todos con todos, todo). Así que hasta el último segundo en la fila dudé si era buena idea o no entrar.
Pero ahí estaba yo esperando para entrar. Era uno de esos amaneceres gélidos del páramo de la capital de Colombia con las luces naranja de los postes reptando por los edificios del centro histórico cuando pensé: “Aquí estoy, una vez más, lejos de casa, esperando en una fila a que alguien que no conozco me fotografíe en pelota para poder escribir sobre eso. Y esta es exactamente la vida que quiero tener”.
Ni me di cuenta cuando se materializó el primer anillo de seguridad; entonces ya untada la mano… A la entrada, al frente mío, un monigote de chaqueta reflectiva igualito a Machete se planta a preguntarme:
–¿Traes celular o cámara?
Digo que no y esperando una requisa exhaustiva, alzo los brazos pero el guardia me deja el paso libre. Este definitivamente iba a ser un ejercicio de confianza en el otro. Es decir, no esperaba escáneres de aeropuerto ni un polígrafo, pero mentiría si dijera que esto no aumentó mis paranoias. Señor Tunick, dios bless America y ojalá el resto de instalaciones resulten tan pacíficas y cordiales como esta, pero nunca falta el loco.
Adentro toman mi hoja de registro y me dan una bolsa plástica, blanca, transparente, marcada con mi número de cédula. La masa nos lleva hasta que encontramos un lugar dónde atrincherarnos para generar calor entre nosotros (con ropa). Cualquier chaqueta sobre saco sobre suéter sobre camisa fue insuficiente. Los que pueden se acurrucan por parejas y con besos se distraen de la helada mañanera. El resto de los mortales en chompa nos aglutinamos en la posición menos incómoda posible y nos hacemos los dormidos, la brisa que baja del cerro no deja ni hablar y el momento de verse las beldades ya se siente muy próximo.
Sin celulares o libros el tiempo se estira y pasadas unas cuatro ventiscas, el asistente de Tunick, Steve, propina instrucciones sin megáfono, calvo y gordo, muy gringo y en pantaloneta de color negro. La concurrencia se aproxima tiritante y tímida al centro de la Plaza. Yo he quedado peligrosamente cerca de los sátiros que han decidido cubrirse ellos y cubrir el evento, lentes grandísimos de esos que se ven en los partidos de fútbol, gorgotean de emoción cuando el rebaño avanza y no paran de registrar.
Tunick (tampoco muy cubierto) dicta las órdenes de la coreografía, con tono marcial en cada una. El sonido es muy malo y el silencio es el primer ejercicio colaborativo que realizamos. El traductor: Nicolás Montero, una cara conocida para quienes hemos visto novelas o comerciales o televisión nacional. ¿Los pasos de esta aria desvestida? 2 fotos para comenzar. Una en frente del Palacio de justicia con hombres y mujeres y otra en frente del capitolio ladies only.
–¿Entendido?
–Sí. –Grito histérico colectivo. Afirmación masiva. Coro desentonado y ansioso de humanidad.
–Entonces, a la cuenta de tres, todo el mundo desnudo en el área demarcada.
Y ábrete sésamo. En el afán de encontrar un sitio “seguro” donde dejar las bolsas la vergüenza disminuyó (not true). Volaron guantes, gorros y los calzones más limpios del closet. Algunos doblaron primorosamente las prendas retrasando el momento de subir la cabeza, otros nos zafamos de todo, embutimos, y tan pronto como pudimos, nos miramos a los ojos. De pronto entendí lo que los hombres dicen que pasa en un baño público de caballeros: se hizo una línea imaginaria de donde no pasaba la barbilla o la mirada. En contra de mis pronósticos nadie se transformó en una ave mutante, nadie tuvo síntomas de toxoplasmosis, nadie se le echó encima a nadie. Lo que sí pasó fue que empezó a soplar. Y el lobo sopló y Sopló y SOPLÓ hasta que las manos yertas de los marranitos que se ocupaban de tapar susceptibilidades fueron poco a poco subiendo a las bocas para buscar calor. ¿Importaba que los medios estuvieran en semejante festín obturando todo lo que pudieran? No. Importaba que no se le necrosara a uno el dedo que ya estaba azul.
¿Alguien repartió mantas? No. ¿En algún momento llegaron los San Bernardo con un barrilito de whiskey amarrado al cuello de esos que rescatan escaladores de morir congelados en la montaña? No.
El sol alumbraba sin entibiar y Tunick mandó que nos dispersáramos. Abrimos los brazos en toda su extensión, como en las formaciones en el colegio, y procuramos no tocarnos los unos a los otros, ni con los dedos extendidos mucho menos con roces sutiles entre nalgas. En medio de la multitud, el panorama en general estaba compuesto de monumentos históricos y nalgas. Por las redondeces escondidas (por la temperatura pero también por las anatomías) calculé que la mayor parte de la concurrencia era del centro del país. La masa, más bien homogénea de humanos predispuestos a destaparse en público, era en su gran mayoría de 20 a 50 años, blancos, sin mayores novedades o curiosidades en el cuerpo más que tatuajes o tinturas en el pelo. En la zona donde estaba, conté más hombres que mujeres, casi el doble.
Una vez estuvo todo listo, nos invitaron a no sonreír, a poner las manos a los lados y adoptar (estoy citando) “una expresión placentera”. Con el traje del emperador puesto, el clima general fue de colaboración por el trabajo del fotógrafo. Y aunque no sentí la mística de estar ahí, y ser uno con el universo y ser parte de un gran mandala vulnerable y libre a la vez; pienso que hacer parte de la construcción de una obra de arte nos volvió una muchedumbre muy inusual con un comportamiento que creería muy difícil de repetir con ropa.
Foto: David Schwarz/Shock.co